Donald Trump ha vuelto a hacer de las suyas. Como si su primer mandato no hubiera sido suficiente para demostrar su fervor proteccionista, ahora, en su glorioso regreso a la Casa Blanca, ha decidido subir la apuesta con una nueva ronda de aranceles al acero y al aluminio. Y esta vez, sin excepciones ni exenciones. ¿Para qué negociar si se puede imponer?
El autoproclamado genio de los negocios ha decretado un gravamen del 25% a las importaciones de estos metales esenciales, en un movimiento que promete encarecer desde los autos hasta las latas de refresco. Pero no nos confundamos, esto no es un golpe en la mesa sin estrategia: es una jugada maestra para «hacer que Estados Unidos vuelva a ser rico». Claro, porque no hay nada que impulse más el crecimiento económico que encarecer los costos de producción y desatar represalias comerciales en cadena. ¡Brillante!
Los más afectados por esta medida no son los enemigos tradicionales de Estados Unidos, sino sus «queridos» aliados: Canadá y México, esos mismos socios con los que Trump renegoció el T-MEC en su primera administración. Con esta jugada, el tratado de libre comercio se convierte, de facto, en un chiste sin ‘punchline’. Pero eso sí, aplaudimos la coherencia: en la campaña dijo que «aranceles» era su palabra favorita y, por lo visto, no estaba bromeando.
Canadá, el principal proveedor de acero de EE.UU. y exportador líder de aluminio, es el más golpeado por la medida. Justin Trudeau y su equipo ya han preparado su venganza arancelaria, seleccionando estratégicamente productos estadounidenses que duelen en los estados republicanos. Mientras tanto, México logró una prórroga de un mes tras una llamada con la presidenta Claudia Sheinbaum, quien ofreció reforzar la frontera y tomar otras medidas que, casualmente, ya estaban en marcha. ¡Negociaciones al estilo Trump! Amenazar, presionar y luego conceder «favores» a cambio de lo que ya se estaba haciendo.
Pero no nos engañemos: estos aranceles no son solo un golpe a sus socios comerciales. También impactan directamente a los consumidores y empresas estadounidenses. Desde la industria automotriz hasta los amantes de la cerveza enlatada, todos pagarán más gracias a la obsesión del presidente por «equilibrar la balanza comercial». Porque, al parecer, en la mente de Trump, la solución a un déficit comercial es hacer que su propio pueblo pague más por los productos.
Mientras tanto, China, el enemigo número uno de la retórica trumpista, tampoco se libra. Aunque Pekín ya impuso aranceles de represalia de 14.000 millones de dólares, Trump no tiene prisa por hablar con Xi Jinping. Porque, claro, ¿para qué resolver las tensiones comerciales cuando puedes echar más leña al fuego? Y para añadirle un toque de paranoia geopolítica, Trump justifica los aranceles contra China, Canadá y México con la excusa de que no hacen lo suficiente para frenar el tráfico de fentanilo. Porque, obviamente, es más fácil culpar a otros países que abordar el problema de la demanda interna de drogas en Estados Unidos. En resumen, el nuevo episodio de la «Guerra Comercial 2.0» es una combinación de proteccionismo miope, diplomacia de intimidación y una buena dosis de populismo económico. Y mientras el mundo se prepara para las represalias comerciales y los mercados tambalean, Trump sigue convencido de que su estrategia es infalible. Después de todo, si algo ha demostrado en su carrera política es que las consecuencias nunca han sido un obstáculo para su grandiosa visión de «América Primero».