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miércoles, abril 30, 2025

El Convento Maldito y los Duendes de Cadereyta

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Noche de Terror Real | Noches de Miedo 41

La noche en Cadereyta es un susurro oscuro que recorre las calles empedradas y las construcciones antiguas. Esta noche, la niebla baja como un velo espectral cubriendo el pueblo, mientras las cámaras de Noches de Miedo se preparan para adentrarse en uno de los lugares más inquietantes del municipio: el antiguo convento de la Purísima Concepción.

Desde el primer momento, la atmósfera es densa. El equipo llega a las viejas oficinas de la Liga de Fútbol y del PRI, actuales inquilinos de un edificio que alguna vez fue sagrado. Pero aunque sus paredes ahora contengan documentos y trofeos deportivos, no han logrado borrar los secretos que habitan en sus cimientos.

Caminamos entre pasillos enmohecidos. Los focos parpadean, como si la electricidad misma temiera estar ahí. A nuestra espalda, la imponente silueta de la iglesia de la Purísima Concepción se alza cerrada, misteriosa, sólo abierta en contadas ocasiones durante el año, para ceremonias solemnes y los siete altares de Semana Santa.

Es aquí, entre estos muros agrietados, donde se teje una de las historias más desgarradoras de Cadereyta. Se dice que hace siglos, cuando el convento albergaba a las monjas, una de ellas cometió el mayor de los pecados: quedó embarazada. Nadie sabe cómo ocurrió. ¿Un romance prohibido? ¿Un abuso? El silencio sepulcral que rodea el relato no permite más que conjeturas.

La monja, temiendo la ira de la Iglesia y la condena social, fue obligada por sus hermanas a ocultar su embarazo. Cuando el bebé nació, no hubo cantos ni celebraciones. Hubo horror. Para preservar el honor del convento, las demás monjas decidieron asesinar al niño. Su pequeño cuerpo fue emparedado en los muros del edificio. Cemento, ladrillo, y olvido: ése fue su ataúd.

Pero la culpa no se entierra tan fácilmente.

La monja, consumida por el dolor y la culpa, murió poco tiempo después. Desde entonces, los testimonios no han cesado: a altas horas de la noche, una figura vestida de hábito blanco atraviesa los pasillos, rezando, llorando, implorando perdón.

Nos detenemos frente al rincón señalado por los testigos. Allí, junto a unos viejos baños abandonados, la figura de la monja ha sido vista innumerables veces. El aire aquí es más frío, más pesado. Un silencio tenso se instala mientras el equipo enciende las cámaras. La imaginación no es necesaria: el ambiente habla por sí mismo.

Seguimos el trayecto que, dicen, la monja recorre cada noche: desde el rincón sombrío, cruzando el pasillo, hasta la puerta principal de la iglesia. Cada paso que damos resuena con un eco que no parece pertenecer sólo a nosotros. A veces, entre el susurro del viento, juraríamos escuchar un murmullo: Ave Marías rezados en voz quebrada, lágrimas contenidas entre plegarias desesperadas.

Al llegar a la puerta cerrada de la iglesia, nos detenemos. El portón, oxidado y cubierto de polvo, parece resistirse a cualquier intento de profanación. Colocamos las grabadoras cerca de las rendijas y esperamos. El silencio es casi absoluto… hasta que, muy débilmente, captamos lo que parece un canto lejano. No puede ser. La iglesia está cerrada, vacía. ¿O tal vez no?

Nos alejamos del convento. Pero la noche aún no termina.

Siguiendo los relatos de los pobladores, nos dirigimos a otra parte antigua de Cadereyta. Las calles se angostan, las casas parecen encogerse bajo el peso de los años. Aquí, entre piedras erosionadas y techos desplomados, se habla de otra clase de seres: los duendes.

La historia nos lleva a una vieja propiedad. Su fachada, agrietada y consumida por el tiempo, no invita a la curiosidad. Pero nosotros estamos aquí para buscar lo que otros prefieren ignorar.

Frente a la puerta semi derruida, el guía local nos cuenta el relato: un grupo de jóvenes, en una noche similar a ésta, pasaba por aquí entre bromas y risas. Uno de ellos, empujado por sus amigos, cayó accidentalmente dentro de la casa. Lo que vio adentro cambiaría su vida para siempre.

El joven, al alzar la mirada, se encontró rodeado por pequeños seres de apariencia humana, pero deformados, con ojos brillantes y sonrisas torcidas. No eran niños. Eran… otra cosa. Duendes, dicen. Espíritus traviesos, guardianes de secretos antiguos.

El muchacho, aterrorizado, salió corriendo de la casa gritando incoherencias. Desde entonces, nadie se atreve a cruzar esa puerta. Los rumores crecieron: algunos hablan de pactos antiguos, otros de portales abiertos accidentalmente. Pero todos coinciden en algo: ahí dentro, no estás solo.

Decidimos acercarnos. La madera de la puerta cruje bajo el viento. Una sensación de inquietud nos invade. No entramos —no esta vez—, pero sentimos una presencia, como si cientos de ojos invisibles nos observaran desde la oscuridad.

La caminata continúa. Cada esquina parece contener un fantasma de tiempos pasados. Cada farol que parpadea parece anunciar una presencia que no podemos ver. El sonido de los propios pasos en la grava se mezcla con el palpitar acelerado del corazón.

Cerca del antiguo rastro municipal, hoy convertido en bodega, el aire se torna aún más pesado. Aquí, nos cuentan, los gritos de los animales sacrificados aún retumban en las noches más silenciosas. Un lamento ancestral que la modernidad no ha podido silenciar.

En medio de este ambiente sobrecogedor, reflexionamos: ¿cuánto de lo que vemos es real y cuánto es producto del miedo colectivo? ¿Son las historias, transmitidas de generación en generación, las que alimentan estos fenómenos? ¿O hay, efectivamente, algo más allá de la comprensión humana que habita en las sombras?

Mientras el reloj avanza hacia la medianoche, regresamos lentamente al punto de inicio. La iglesia, el convento, las calles, las casas abandonadas… todo parece envuelto en un manto invisible de misterio y dolor.

La noche termina, pero las historias apenas comienzan.

Cada rincón de Cadereyta, cada grieta en sus paredes, parece susurrar nombres olvidados, tragedias no redimidas, pecados que aún buscan perdón. Y mientras nos alejamos, una última mirada hacia la iglesia revela algo inquietante: una figura vestida de blanco, quieta, observando desde la distancia.

¿Realidad o sugestión? Eso, querido espectador, sólo tú puedes decidirlo.

Porque en Noches de Miedo, la línea entre la realidad y la leyenda es tan delgada como un susurro en la oscuridad.

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