La noche del sábado, el corazón de México latió con un dolor compartido. El Zócalo de la Ciudad de México, símbolo de unidad y resistencia, se convirtió en un altar de duelo y memoria. 400 velas encendieron la oscuridad, cada una una llama titilante de esperanza y despedida. A sus pies, 400 pares de zapatos vacíos hablaban en silencio de ausencias irreparables.
Teuchitlán, Jalisco, nombre que hoy duele pronunciar, se convirtió en el epicentro de una tragedia que sacudió a todo el país. No eran solo cifras, no eran solo nombres. Eran historias interrumpidas, risas apagadas y abrazos que nunca se volverán a dar.
Los asistentes se congregaron en un respeto solemne. No había discursos grandilocuentes ni micrófonos que rompieran la serenidad. Solo el resplandor de las velas reflejándose en ojos humedecidos, en rostros marcados por el dolor y la impotencia. Algunos dejaron cartas, otros fotografías. Una madre sostuvo entre sus manos un par de zapatitos infantiles, mientras su mirada perdida se hundía en la noche.
Un murmullo comenzó a recorrer la plaza, como un eco doliente de quienes ya no están. «No están solos», «No los olvidamos», «México está de luto», fueron las palabras que resonaron en el aire y en el alma de quienes estaban presentes.
La ciudad vibró con el peso de la memoria. La brisa nocturna avivó las llamas de las velas, como si la propia noche se rehusara a dejar que se extinguiera el recuerdo.
En ese instante, en el Zócalo, en Teuchitlán, en cada rincón del país donde alguien encendió una vela o guardó un minuto de silencio, México se unió en un solo lamento. Un homenaje de luz en medio de la sombra, un grito mudo que exige memoria, justicia y paz.




