Habían sido décadas de pasión desbordante, de lealtad inquebrantable, de promesas susurradas al oído en cada elección. El Partido Revolucionario Institucional y su militancia lo habían sido todo el uno para el otro. Juntos, de la mano, enfrentaron desafíos, construyeron sueños y forjaron un legado que parecía eterno. Pero el amor, como la historia misma, no siempre es inmutable.
Aquel 14 de febrero, mientras la ciudad se vestía de rojo y los enamorados intercambiaban promesas de amor eterno, en las entrañas del PRI se vivía una tragedia sentimental de proporciones épicas. Uno a uno, sus militantes, aquellos que en otro tiempo habían jurado fidelidad inquebrantable, se acercaban con miradas apenadas y palabras entrecortadas.
—No eres tú, soy yo… —murmuró su ex dirigente, con los ojos empañados por la nostalgia—. He cambiado, ya no siento lo mismo.
El logo del partido, aquel escudo que tantas veces había sido sinónimo de poder y gloria, se estremeció. No podía ser cierto. No después de todo lo que habían vivido juntos.
—¿Cómo puedes decirme eso después de tantos años? —preguntó con un hilo de voz, sintiendo que su esencia misma se resquebrajaba.
Pero la desbandada era inminente. Los militantes, que en otro tiempo se aferraban con devoción a la causa, ahora se alejaban con el peso de la culpa en el pecho. Era una ruptura anunciada, pero no por ello menos dolorosa.
—Te dejo libre para que hagas con tu vida lo que quieras… —susurró una exdiputada, con la voz temblorosa, como si en cada palabra dejara un pedazo de su historia.
El PRI se llevó las manos al rostro. No podía creerlo. ¿Acaso no habían sido felices juntos? ¿Acaso no habían compartido victorias y derrotas, esperanzas y desilusiones?
Pero las despedidas continuaban.
—No hagas más difícil esta partida… —dijo un joven que apenas comenzaba su carrera política—. Necesito encontrar mi propio camino, elegir libremente a mis candidatos sin que me atormente el remordimiento de nuestro amor por ti.
Y entonces lo comprendió. Ya no era el amor de sus vidas. Ya no era el refugio seguro en el que sus militantes depositaban su fe ciega. Ahora, el PRI estaba solo, mirando a su alrededor, viendo cómo aquellos que en otro tiempo le juraban amor eterno, se iban con lágrimas en los ojos… pero con la firmeza de quien ha tomado una decisión irreversible.
El 14 de febrero se convirtió en el día de la despedida, en el día en que el PRI entendió que, por más que se aferre a su pasado glorioso, el amor no puede imponerse. Se gana, se cultiva, se nutre… o simplemente se pierde.
Y así, con el corazón roto y la mirada perdida en el horizonte, el PRI vio marcharse a su militancia, preguntándose si algún día volverían… o si este amor estaba destinado a morir para siempre.
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